martes, 31 de mayo de 2016

La lección de August

Autor: R.J. Palacio

            August es un niño con una malformación facial que produce rechazo en quien lo ve. No sabemos exactamente qué le pasa, pero está claro que debe tratarse de algo muy notable ya que condiciona su vida entera. Sus padres dudan si debe ser escolarizado, y de hecho, retrasan hasta el quinto grado debido a tantas operaciones y enfermedades que había padecido y, por supuesto, al miedo al rechazo.

            Pero llega el momento ineludible de acudir al colegio. Y, desgraciadamente, todos los temores toman cuerpo. A lo largo del relato le vemos aprender a manejarse en un territorio hostil con bastante buen humor, e ir superando las penalidades generadas por su propio aspecto. Resulta muy fácil ponerse en el lugar de August y juzgar con dureza a sus compañeros, pero un pequeño ejercicio de autocrítica no está de más. Seguramente hemos de reconocer con humildad haber sido como ellos más de una vez. En cualquier caso, es una buena ocasión para recordar que la voluntad, la bondad  y el humor superan las dificultades objetivas o imaginadas que nos presenta la vida; y que es mejor no enredarse en ellas y ocuparse de los demás. Sin duda es un relato positivo y lleno de esperanza, con grandes valores como la amistad, la superación y la familia.


            Es una literatura algo sencilla, pienso que porque va dirigida a gente joven. En general, echo en falta un poco más de profundidad en los libros destinados a ese público. En esas edades adolescentes es cuando más se suele leer y por eso creo que es el mejor momento para que grandes pensamientos y estructuras literarias se fijen en sus pequeñas y desmadejadas mentes. Es una pena desperdiciar esos años de aprendizaje siguiendo la estela de los libros infantiles al uso, cuajados de tonterías y frases simplonas. De todos modos, este relato, aunque pudiera ser mejor, es suficientemente interesante como para recomendarlo.

viernes, 13 de mayo de 2016

Los diarios de Adán y Eva

Autor: Mark Twain

            Mark Twain es considerado por muchos como el padre de la literatura americana, fue aventurero, viajero, soldado confederado e incluso piloto en los evocadores barcos del Misisipi donde adopta su pseudónimo de la voz “Marca dos brazas”, la profundidad mínima para navegar. Sarcástico, divertido y magnífico escritor, publica Los diarios de Adán y Eva al final de su vida como homenaje a su mujer, Olivia, cuando falleció. Hay que suponer que presentía próximo su propio óbito ya que estaba convencido de que, puesto que nació con el paso del cometa Halley, moriría cuando este pasara de nuevo. Cosa que, de hecho, sucedió. Curiosidades de los escritores, a menudos excéntricos y rodeados de misterio.

            Esta pequeña obrita, condensa en muy pocas páginas un retrato magistral de hombres y mujeres. Cómo ve el mundo cada uno y cómo piensa que el otro lo ve que, por supuesto, no es la presunción cierta. Ninguno de los dos entiende al otro. Se muestran incapaces de hacerlo. Aunque lo intentan. Lo cual es más de lo que suele suceder en la vida diaria. Toda la narración es brillante y divertidísima. No se puede decir más con menos palabras. Cualquier hombre o mujer se encuentra perfectamente reconocible en Adán y en Eva. Pero, después de tanto desencuentro, por encima de todo, prevalece el amor profundo, que no depende solamente de las virtudes del otro, sino que es capaz de eludir sus defectos. Lo que culmina en el epitafio insuperable que Adán coloca en la tumba de Eva: “Allí donde estaba ella, estaba el Paraíso”


Bajo la apariencia de una comedia de situación, casi un sainete,  nos regala reflexiones certeras y profundas sobre las eternas diferencias entre hombres y mujeres. A pesar de los cien años transcurridos, los más determinantes para la igualdad, no se aprecian muchas novedades, y lo que es peor, tampoco se atisban…De modo que, sin descuidar la infalible técnica de poner límites a los abusos del otro, que siempre llega hasta donde le permitimos, quizá lo más inteligente y eficaz sea  el humor. Nunca, nunca,  tomarnos demasiado en serio a nosotras mismas y valorar que, si bien el buen Dios ha dispuesto una evidente incomprensión con los varones, nos ha compensado con el poder sanador de nuestras amigas.