¿Es
posible que veintiuna páginas contengan la vida entera? ¿Acaso en tan breve
espacio puede dibujarse un comportamiento admirable y ejemplar? ¿Puede leerse
más de una vez sin saciarnos? La respuesta
la tenemos en la propia experiencia, muchos de nosotros vivimos de pequeños
relatos que, tras dos mil años de lecturas y explicaciones, no se han agotado.
Estos relatos los conocemos como párabolas. Tal es el caso de este maravilloso
cuento que es también una parábola. Sin duda leerlo es un descubrimiento, una
delicia del corazón y una enseñanza moral envuelta en la belleza de la gran
literatura.
El
autor tenía tanto interés en transmitir su idea que nunca recibió dinero por
este texto, ni siquiera cuando fue llevado al cine en un corto de animación
fascinante que mereció un Oscar.
Nos
cuenta los trabajos de Elezar quien, en absoluta soledad, planta todos los días
cien semillas de árboles durante más de treinta años. Sin desfallecer, con la
generosidad incomparable de quien quizá nunca disfrute el resultado de sus
esfuerzos ni de su reconocimiento. Y, sin embargo, al morir más de cien mil
personas debían su felicidad a esta tarea escondida.
En
esta historia inventada aprendemos el valor de la constancia, la entrega, el
orden, el estudio, la humildad, la capacidad de no sucumbir a las adversidades
o el dolor y tantas otras virtudes. Queda patente que siempre disponemos de lo
necesario para hacer obras buenas. Sólo es imprescindible la decisión, la
voluntad, el empeño y la perseverancia; y estas materias primas las tenemos en
mayor o menor grado, con la ventaja de que, a medida que las practicamos, se
multiplican. Como le sucede a Eleazar, ninguna obra buena se pierde. Y casi
siempre podemos disfrutar de sus consecuencias. Y, lo que es más importante,
deseamos hacer el bien tal como Elezar. Al menos yo así lo he sentido.